Comentario
Si la plenitud del arte ibérico pudiera ser determinada con los parámetros de una correcta captación de los prestigiosos modelos griegos, puestos al servicio de una sensibilidad distinta y con el añadido de elementos definitorios de la propia personalidad, de todo lo cual resultara un arte nuevo e inconfundible, con valor propio, la Dama de Elche sería un perfecto paradigma de ello.
Es un busto de 56 centímetros de altura, aunque lo probable es que fuera segmentado a partir de una estatua de cuerpo entero, lo que sugiere, entre otras cosas, el corte irregular y brusco del plano inferior. Está realizado en caliza porosa de tonos ocres, y conserva restos de color, sobre todo el rojo de los labios y de algunas zonas del ropaje. Se halló casualmente en 1897, en un escondrijo hecho con losas, adosado a la muralla, al este de la ciudad; no era el lugar donde hubo de estar originariamente, sino una ocultación para librarlo de algún peligro, lo que, a la vista de lo ocurrido en tantos otros casos, no es cosa que deba sorprendemos. Según lo poco que ha podido saberse del contexto arqueológico, se hallaba en un nivel tardío, quizá romano republicano. Las circunstancias, por tanto, no son las mejores para facilitar la interpretación de la pieza. Recién descubierta, fue adquirida por el hispanista francés Pierre Paris y llevada al Louvre, de donde regresaría en 1941.
El principal efecto de la escultura corre a cargo del contraste entre el lujoso atavío y, sobre todo, el exuberante tocado -todo ello realista, recargado de detalles- y el semblante sereno, idealizado de mujer. Es un rostro de rasgos finos: los ojos algo oblicuos, rasgados, tienen la mirada tenuemente ensombrecida por la ligera caída de los párpados superiores, que cubren parcialmente el iris, vaciado para hacer hueco a una sustancia desaparecida (un rasgo técnico ajeno a las demás esculturas ibéricas); las cejas, altas, prolongan sus líneas arqueadas en las formas rectas de la nariz, de aletas breves; la boca es de labios finos, bien perfilados, y cerrados en un gesto de serena seriedad; todo lo encierra un contorno dibujado por unos pómulos altos, apenas pronunciados, mejillas enjutas y una barbilla redondeada y firme.
Va vestida con tres prendas: una fina túnica abrochada con una diminuta fíbula anular, sobre ella un vestido que se ve terciado sobre el pecho, y, por encima de todo, un manto de tela gruesa, cerrado algo más abajo del borde conservado, y por arriba abierto forzando una especie de solapas de plegado muy anguloso. Deja ver los tres grandes collares, dos con colgantes en forma de anforillas y, el inferior, con grandes lengüetas.
Destaca sobre todo lo demás el tocado, suprema expresión de los ya bastante aparatosos que lucen otras esculturas ibéricas. Prueban de sobra los tocados que el griego Artemidoro se entretuvo en describir, cuando aquí estuvo en torno al año 100 a. C., como propios de las damas ibéricas. El de la escultura ilicitana se asemeja a alguno de ellos, aunque no se ajusta a ninguno completamente. Un velo, que se introduce por detrás bajo el manto, es alzado sobre la nuca con la ayuda de una especie de peineta; una funda sobre él, que originariamente debía de ser de cuero, se ajusta al cráneo, y además de servir de soporte a filas de esferillas que adornan el borde sobre la frente, cumple la finalidad de dar sujeción a los dos enormes estuches discoidales que enmarcan el rostro, del que lo separan unas placas decoradas con volutas y con colgantes terminados en perillas, que caen sobre las clavículas; un tirante de extremos abiertos pasa sobre la cabeza, sujeto a los discos, para impedir que se abrieran más de lo conveniente. Son estos últimos muy anchos y profusamente decorados, los que confieren a la Dama la apariencia que la hace universalmente reconocible y diferenciable de cualquiera otra.
La idealización del rostro y la exuberancia del atavío convienen, más que a una mortal, por principal que fuera, a una divinidad, para la que estaría reservada la suprema ostentación petrificada en la escultura. Que se tratara de una diosa infernal es una hipótesis verosímil, si el profundo hueco que lleva a la espalda, por comparación con lo documentado en la Dama de Baza y en otras esculturas ilicitanas, pudo servir para alojar los despojos resultantes de la cremación de un difunto. Según Langlotz, sus facciones recuerdan los de las figuras femeninas del templo de Hera en Selinunte, en particular los de la misma Hera de una de las metopas, a lo que ha añadido A. Blanco la suposición de que pudiera ser obra de un griego o un ibero formado en los talleres sicilianos de Siracusa o la misma Selinunte. Su fecha de realización puede situarse en la primera mitad del siglo V a. C.
Ya se ha dicho que el tocado de la Dama no es del todo insólito: más mesurado, o más humano, se documenta a menudo en las esculturas de orantes del Cerro de los Santos o en las figuritas broncíneas de los santuarios. Al elenco conocido se añadió en 1987 el hallazgo de una escultura en la necrópolis de Cabezo Lucero que repite bastante de cerca el tipo de la ilicitana; es más sencilla y de menor calidad, pero con los mismos grandes estuches discoideos que ella. Ha aparecido, por otra parte, muy mutilada, o por mejor decir, lo hallado se reduce a unos pocos fragmentos -despojos de lo que parece otra destrucción intencionada-, que documentan la pieza pero con muchas limitaciones, entre ellas la de no poder saber si se trata a ciencia cierta de un busto -como se viene afirmando- o era una figura completa.